Cuatro
elegantes me miraban desde el monte, ellos sabían que lo que iba a construir
iba en contra de las leyes de lo conocido o lo sagrado, pero no me importó; sus
miradas, sus gestos de desaprobación ya no me interesaban; el sol les daba por
la espalda, por lo que la contraluz me ayudaba a ignorarles; ya no me importan,
no me importa lo que hayan hecho por mí o lo que yo haya hecho por ellos, su
juicio se queda dentro de su opinión, yo construí mi castillo.
Trabajé
todo el atardecer colocando cuidadosamente mis insectos en cada pared como lo
había instruido dentro de mis esquemas, tallé las letras tal como estaban
grabadas en los libros de donde las había sacado; cada piedra, cada ladrillo,
cada ornamento lo coloqué como mis manuales me lo indicaron; y ellos yacían
ahí, parados en el horizonte, mirándome…
Cuando
llegué a construir la pared principal de mi palacio, uno de ellos dijo algo al
de al lado, los otros dos escucharon; yo no pude oír desde donde estaba, pero
cuando la información llegó a los cuatro, uno de ellos dio un paso al frente,
estiró su mano abierta y todo el trabajo de mi tarde se vino abajo derribando
cada detalle en mi arquitectura. No quedó nada sino pedrerío y columnas de humo
cual pilares.
Yo
pregunté “porqué”, la cabra tomó la
palabra diciendo “todo lo que has
construido no podía ser un templo para la eternidad sino una prueba que pese a
ésta, ésta no existe”
Los
cuatro elegantes se difuminaron entre las arenas que la ventisca nocturna
arrastraba; yo permanecí la noche entera junto a mi desastre para esperar el
día y volverlo a intentar, como lo había hecho tantas veces antes.
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